UN CURSO ESCLARECEDOR.
Pau Aguiló consigue asistir a un curso internacional de Aikido en Santander donde, le sobrevendrán unas cuantas sorpresas que le cambiaran la vida.
Tras negociar con su sustituto de días festivos —tuvo que aceptar trabajar en nochebuena y dos fines de semana completos a cambio de un fin de semana de tres días—, Pau pudo apuntarse a un curso de aikido que se realizaba el viernes, sábado y domingo siguientes en Santander, y al que asistiría su maestro, Eduardo Hurtado y un reducido grupo de alumnos, entre ellos varios como él que nunca habían visto un maestro japonés. Pau ofreció compartir su viejo Simca a cambio de repartir los gastos de gasolina y autopistas. Dos alumnos más jóvenes aceptaron la oferta y quedaron el viernes a las cinco de la mañana. Nueve horas más tarde llegaron al pequeño hostal en el Barrio Pesquero de la ciudad, donde habían reservado camas. Comieron en un bar cercano sin entretenerse, pues iban con retraso a la sesión de la tarde, y se dirigieron en coche hasta el pabellón polideportivo situado en la zona de La Albericia.
En pie, cerca de las gradas, justo donde acababa el gran rectángulo de tatamis azules, los tres se quedaron absortos contemplando el ondular y palpitar de algo que Pau pensó era como una gran extensión de espuma blanca y negra en la superficie de un lago agitado por un temblor en su fondo. Pedro, uno de los chicos que le acompañó a Pau en el viaje, de mente menos romántica que él, dijo: —Parece una olla hirviendo.
Ensimismados como estaban, viendo aquel espectáculo de gente caer y levantarse, no se dieron cuenta que un aikidoka3 veterano de su gimnasio se acercó hasta ellos.
—¡Eh, pasmaos! Saludar y entrar.
—¡Hola! ¿Cuándo habéis llegado? —contestó Josep, el otro acompañante del viaje.
—Al mediodía. Llegáis tarde. —contestó el veterano.
Pau, que se sentía responsable del retraso, se disculpó.
—Mi coche no corre mucho…
Pedro intervino cortando la explicación: —¿Dónde está el sensei?
—¿Eduardo? Está por ahí, con el resto de la gente. Él me ha enviado para avisaros.
—¡Genial! —contesto Pedro.
Cuando llegaron junto a Hurtado y el grupo de sus alumnos, recibieron otro shock al ver a este rodar por el suelo igual que cualquier alumno. Era la primera vez que veían a su maestro ejercer el rol de uke, recibir una proyección y voltear por el aire.
Le iban a saludar cuando una ola, que había nacido en el centro del tatami, les alcanzó. Todos a su alrededor empezaron a sentarse en seiza4 mirando hacia allá. De pie, el maestro japonés que habían ido a conocer, estaba mostrando una técnica.
Josep, que se sentó junto a Pau, le dio un leve golpecito en la pierna.
—Es él. Es Takimura —le dijo en un susurro.
—Es muy bajito —respondió Pau sorprendido—. En las fotos me parecía más alto.
De pronto, el uke del maestro, que le agarraba sus muñecas por la espalda, salió despedido hacia arriba. Con la agilidad de un gato, el atacante giró su cuerpo en el aire y aterrizó en la colchoneta con un golpe seco.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué le ha hecho? —preguntó Pau sorprendido ante la espectacularidad de la técnica.
—¡Chisss! No levantes tanto la voz, tío —le dijo uno a su espalda.
Pau giró la cabeza para dirigirse al que había hablado.
—Pero ¿qué ha hecho? ¿Qué técnica es esa? Es la primera vez que veo algo así. Es una pasada.
—No estoy seguro —respondió el otro—. Creo que ha combinado varias técnicas.
A Pau le costó determinar la edad del maestro. Estimó que tendría algo más de cincuenta años, pero la agilidad y la viveza con que se movía no le cuadraba con esa edad. Era muy delgado y de estatura baja, con ademanes pausados y sonrisa abierta. Hablaba en japonés y un joven alumno con acento alemán traducía al español. Donde estaba situado el grupo de Hurtado apenas llegaba el sonido pues el traductor, cohibido por la responsabilidad, no elevaba la voz lo suficiente para que alcanzara más allá de unos metros. Los practicantes habían creado un círculo de apenas diez metros de diámetro alrededor del sensei japonés que hablaba y hacía demostraciones de diferentes técnicas.
Pau intentó adivinar cuál podía ser el tema que estaba explicando, pero las técnicas que realizaba con diferentes uke cada vez, siempre eran distintas. Pau se vio sorprendido —ensimismado como estaba en discernir lo que no escuchaba— cuando todo el mundo comenzó a levantarse. En unos pocos segundos sus compañeros se saludaron y comenzaron a entrenar entre ellos. Un poco desorientado, se quedó sin pareja con quien practicar hasta que el propio Hurtado le hizo un gesto con la mano para que se uniera a él y al alumno con quien entrenaba. Pau se sintió más torpe que nunca cuando le tocó el turno de defenderse de los ataques de Hurtado. No consiguió ni una sola vez realizar una técnica de un modo creíble. Hurtado parecía inamovible. Sin mostrar esfuerzo alguno, conservaba su posición hasta que cedía, más bien guiaba, y Pau podía finalizar la técnica. Pensó volverse lerdo cuando técnicas que creía conocer, las notó imposibles de realizar con él. Además, se sentía apurado al saber que el otro aikidoka, aunque parecía no importarle, siempre esperaba su turno mucho más tiempo que él.
Al finalizar el curso de la tarde, se unió al pequeño grupo de Hurtado en la cena que realizaron en una tasca del centro. Comieron, bebieron, rieron a carcajadas y comentaron todo tipo de anécdotas sobre el entrenamiento de aquella tarde. Por primera vez en mucho tiempo Pau volvió a relajarse e integrase con naturalidad, cosa que agradeció pagando una ronda de vinos en otra tasca después de cenar. Cuando Hurtado se retiró a dormir, el grupo aún continuó un tiempo más por «la calle de los vinos» hasta que, cerca de las dos de la madrugada, sucumbieron a la fatiga y se fueron a descansar.
A la mañana siguiente todos estaban doloridos, y más de uno no inició el entrenamiento hasta bien entrada la mañana. La práctica correspondió a todo tipo de proyecciones y caídas que no tardaron en despertar a los practicantes.
Cuando ya llevaba entrenando alrededor de una hora, Pau se decidió a conocer cómo entrenaba otra gente. Lo comentó a Hurtado.
—Eduardo —después de la cena del día anterior ya se atrevía a llamarle por su nombre y no sensei, como hacían los más novatos—, ¿pasa algo si me mezclo por ahí, a entrenar entre la gente?
—Perfecto, así notarás más la realidad del aikido —contestó Hurtado sin mostrar demasiado interés.
—¿Qué quieres decir? ¿Que me darán caña?
—Entrenar con gente que no conoces, siempre es instructivo. Te servirá para contrastar el nivel en que te encuentras.
Pau saludó a su maestro y se adentró en el centro del tatami. No pudo evitar sentirse algo culpable, como si estuviera rompiendo un compromiso de fidelidad con su grupo, pero desde la tarde anterior sentía cierta extrañeza al comprobar que ninguno de sus compañeros entrenaba con gente que no fueran del propio grupo. Tantos aikidoka juntos y no salir del círculo conocido le pareció una contradicción con la base misma de la filosofía del aikido que hablaba de fraternidad y libertad. También pensó que en realidad era por un tema de seguridad, de sentirse entre amigos que se conocen y se respetan, sin riesgo de producir lesiones porque no se conocen los límites del otro.
Después de alejarse unos cuantos metros y perder de vista a su grupo (el tatami estaba tan lleno de gente que era fácil cambiar de grupo solo dando unos pocos pasos), saludó a un joven italiano que le sonrió y con el que entrenó un buen rato. Después, practicó con una chica, un hombre mayor y también con un adolescente. Al acabar la sesión volvió con el grupo de Hurtado y se fueron a comer en un restaurante del barrio de San Roque; después hicieron tiempo en la Playa del Sardinero.
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1 Atuendo compuesto por pantalón y chaqueta utilizado en la práctica del aikido. Ja.
2 Pantalón tradicional japonés muy ancho con siete pliegues, cinco por delante y dos por detrás. Se utiliza en aikido y otras artes marciales sobre otro pantalón más ajustado. Ja.
3 Que conoce y practica aikido. A partir de cinturón negro. Ja.
4 Posición de estar sentado sobre las rodillas y los talones. Ja.